Deje caer el fosforo sin parar de sonreír (me apasiona tanto esto…) y vi como la luz llegaba lentamente a su destino. La llamita tocó su pelo mojado previamente con combustible, al igual que el resto de su cuerpo. Ella comenzó a gritar, sus ropas a desgarrarse en un baile calórico de sensualidad y perversión. Su piel se oscurecía furiosamente como un carbón que se consume lenta y profundamente pero con gran potencia. Ella lloraba, pero no se percibía, el fuego en su cara secaba toda lágrima emergente de sus ojos. Curiosamente, la silla y la soga que la mantenían a ella en su lugar, estaban intactas. Lloró y suplicó, gritó y me rogó que la salve, pero yo no puedo apagar mi propio incendio. Iría contra mis principios. El olor a carne asada y a combustible inundo la habitación. La llama creció de repente y consumió sus ojos y su pelo. La soga cedió ante la gran llama, pero ella no estaba ya conmigo.
Luz, murió quemada. Y qué tristeza la mía, no poder sentir dolor, espanto y sufrimiento; solo placer caótico, dañino, mortal. Nada puede tranquilizarme, nada puede serenarme, nada mas puede apaciguarme tanto, como el fuego en mis manos. Ese león dorado que es tan bello y luminoso como dañino y monstruoso.
No hay comentarios:
Publicar un comentario