viernes, 22 de julio de 2011

Piromania/Juan Manuel Alvarez

Mi sangre hervía y mi corazón saltaba estrepitosamente como si sufriera un ataque cardiaco. Mis dedos fríos se iluminaron al rozar el fosforo contra su ruidosa cajita amarilla y mi mirada; seguramente, delataba mi locura, la cual se alimentaba de este hermoso placer oscuro. El fosforo era lo único que iluminaba la habitación; ésta no tenia ventanas ni cerrojos. El fuego ya había consumido gran parte del fosforo y en ese estado, duraría unos pocos segundos más. La pequeña llama se extinguía muda en mis dedos; era el momento.

Deje caer el fosforo sin parar de sonreír (me apasiona tanto esto…) y vi como la luz llegaba lentamente a su destino. La llamita tocó su pelo mojado previamente con combustible, al igual que el resto de su cuerpo. Ella comenzó a gritar, sus ropas a desgarrarse en un baile calórico de sensualidad y perversión. Su piel se oscurecía furiosamente como un carbón que se consume lenta y profundamente pero con gran potencia. Ella lloraba, pero no se percibía, el fuego en su cara secaba toda lágrima emergente de sus ojos. Curiosamente, la silla y la soga que la mantenían a ella en su lugar, estaban intactas. Lloró y suplicó, gritó y me rogó que la salve, pero yo no puedo apagar mi propio incendio. Iría contra mis principios. El olor a carne asada y a combustible inundo la habitación. La llama creció de repente y consumió sus ojos y su pelo. La soga cedió ante la gran llama, pero ella no estaba ya conmigo.


Luz, murió quemada. Y qué tristeza la mía, no poder sentir dolor, espanto y sufrimiento; solo placer caótico, dañino, mortal. Nada puede tranquilizarme, nada puede serenarme, nada mas puede apaciguarme tanto, como el fuego en mis manos. Ese león dorado que es tan bello y luminoso como dañino y monstruoso.



sábado, 16 de julio de 2011

El Cadáver/Juan Manuel Alvarez

Algunos ya lo conocen este cuento, pero quería subirlo acá tambien.

El Cadáver

En medio de la calle Colonias, rodeado por toda la muchedumbre morbosa que saboreaba el dulce néctar del sufrimiento ajeno, yacía un cuerpo frio. Las luces de los faroles se apagaban por la llegada del amanecer y el cielo nublado daba un tono azulado a la escena. Los picos de los arboles se arqueaban en dirección al cuerpo dejándolo como primer plano.
 Sin dudas estaba muerto; se veía pálido, con pupilas casi transparentes y mirada perdida, estaba despatarrado en medio de la calle y en silencio. Sin embargo tenía una especie de sonrisa en la cara. Su expresión transmitía relajación, paz, felicidad, no tanto muerte.  No tenía heridas ni cicatrices, la muchedumbre no quiso tocarlo. Todos formaban un circulo a su alrededor; observando, discutiendo sobre las posibles causas de su muerte, contemplando con horror y sorpresa el hecho.
Un hombre, había muerto en medio de la calle, sin documentación, sin disparos ni golpes,  algunos discutías que era lo que había pasado, otros quien era este desgraciado hombre que termino su vida tirado en medio de la calle. Todos hablaban y cuchicheaban hasta que alguien se hizo paso entre la multitud gritando “¡Atrás, yo sé primeros auxilios!” y empujando a la muchedumbre. Ésta, calló.  “¡Tu, llama a una ambulancia!”, señalo a un niño que sacaba fotos desde su teléfono celular; el niño asintió con la cabeza y se fue hacia atrás. El cadáver jamás respondió a las técnicas de primeros auxilios y quedo en el mismo lugar, tendido en el suelo. La mañana comenzaba a despejarse y la gente empezó a aburrirse de ver a un “muñeco de trapos”, como le decían las ancianas, tirado en el suelo, la muchedumbre fue retirándose lentamente. Luego de una hora, el hombre que decía saber primeros auxilios ya no estada, como las tres cuartas partes de la gente; solo quedaban dos o tres niños que por su altura no habían podido ver nada bloqueados por la muchedumbre. Entretanto, la  ambulancia nunca llego.
 Al mediodía, ya habiendo pasado varias horas desde la muerte del cuerpo, no había nadie a su alrededor. Los autos que pasaban miraban el cadáver con impresión, los niños en los autos se tapaban los ojos, no soportaban ver un espectáculo tan desagradable. Entretanto la gente del barrio lo miraba de vez en cuando desde sus ventanas, curioseando. La ambulancia aun no había llegado y el cuerpo estaba ya siendo apuntado por la luz del ardiente sol de la provincia de buenos aires, en verano, un mediodía.  Se hizo la tarde y la gente perdía, con el tiempo, el interés por el cuerpo que había frente a sus ventanas. Ni siquiera los niños ya se sorprendían al verlo allí, postrado, siempre en la misma posición en la que lo dejo el hombre que sabía primeros auxilios. Entretanto la ambulancia aun no llegaba.
 Oscureció, la gente que pasaba con sus autos por la calle seguía aterrada, la ambulancia nunca llegaba. Al otro día, el cadáver había sido mojado por el rocío de la noche que humedeció su vestimenta. Ese día tampoco la ambulancia hizo uso de presencia y el cadáver continuo ahí otro día más. Con el pasar del tiempo, la gente comenzó a familiarizarse con el cuerpo sin vida que yacía sobre el suelo. Poco a poco la gente comenzó a dejar de prestarle atención hasta ignorarlo por completo. Los autos lo esquivaban sin frenar si quiera a ver, los chicos lo usaban de trinchera cuando jugaban a las bombitas de agua, su ropa comenzaba a ponerse verde por el moho que se generaba a raíz del rocío y las lluvias. Con el tiempo, la gente lo olvido. Lo transformo en algo autóctono del barrio y la ambulancia todavía no había llegado.
Cuando comenzaron a caer las hojas del otoño, la gente había aprendido ya a convivir con el olor a descomposición despedido del inerte ser desplegado en el asfalto. Las hojas poco a poco se fueron acumulando sobre el muerto. Las mujeres mayores del barrio barrían las hojas secas y amarillas, con tonos anaranjados y rojizos, de la vereda hacia la calle donde el viento las atraía a él. Las copas de los arboles que apuntaban al cadáver estaban completamente peladas, salvo por algunas pequeñas hojas que sobrevivieron y seguían vigentes sobre los árboles.
Hacía ya dos meses del otoño y el cuerpo ya no era visible entre las hojas, solo se percibía esa masa heterogénea de hojas secas en el medio de la calle y el olor inmundo a putrefacción que se podía oler en todo el barrio. La gente que pasaba por la calle veía tal vez algo de la camisa del hombre muerto, pero no se acercaban a observar, se sabía que había allí y esperaban a que la ambulancia lo retire del camino.
La mañana del tres de mayo fue la más ventosa de los últimos tres meses. La muchedumbre admiraba algo increíble desde las ventanas de sus casas pero no salían, el viento era demasiado fuerte. Todo daba a indicar que la ambulancia había llegado al fin. El cadáver ya no estaba. Pero no había razón de haber venido tan tarde, además de que no habían dejado ningún vestigio de su paso por la calle, como por lo general dejan los automóviles que pasan por esa calle en otoño. El montículo era ahora solo un montón de hojas en el suelo, desordenadas. Como un collage de colores amarillos, naranjas, rojos y algún verde escondido por ahí. Todo daba a entender que la ambulancia había retirado al cuerpo; lo que llamo mucho la atención del niño al que le habían indicado llamar hace unos meses a una ambulancia, ya que esta nunca le contesto la llamada. Ahí va la muchedumbre a ver lo macabro del vacío dejado en lugar de “su” cadáver.